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Rincón de Ailene y Miguel Án

VIAJE A CHILE

José Francisco Buño Barreiro, Fran en lo sucesivo, como carece de vicios caros conocidos (o bien los lleva en secreto, o bien se los costean terceros), se dedica a viajar con relativa frecuencia a destinos que exceden de su Galicia natal. A partir de ahora, cada vez que vuelva de uno de estos viajes compartirá en este blog sus impresiones. Comenzamos con su viaje a Chile.

Recién he terminado de leer Inés del alma mía, libro de la escritora chilena Isabel Allende. La recomendable novela cuenta la historia de Inés Suárez, compañera de Don Pedro de Valdivia, conquistador de Chile, verdadero padre de la patria chilena.

No he podido evitar recordar el viaje que realicé no hace mucho a tan bello país y es por ello que me he decidido a contar un poquito de ese viaje, como primera colaboración con el compañero y amigo Miguel Ángel.

Corresponde empezar dando una sucinta definición física del territorio. Es Chile un larguísimo corredor de cuatro mil trescientos kilómetros frente al mar y con la cordillera de los Andes a su espalda, apenas unos ciento cuarenta kilómetros en su parte más ancha y todo él salpicado de árido desierto, profundos valles, altísimos cerros, volcanes, bosques frondosos, ríos de aguas esmeraldas y herido por bellísimos fiordos, glaciares y heladoras pampas. Además aúna algunos territorios singulares: la isla de Pascua, el territorio administrado por Chile en la Antártida e incluso curiosidades como la isla de Juan Fernández, que inspiró el relato de Robinson Crusoe.

No me resisto a citar al gran poeta chileno, Pablo Neruda, cuando describe a su país de pasmosa belleza:

" Noche, nieve y arena hacen la forma

de mi delgada patria

todo el silencio está en su larga línea

toda la espuma sale de su barba marina,

todo el carbón la llena de misteriosos besos."

 

El país se divide en tres territorios diferenciados claramente por sus características físicas. El norte, que linda con Perú y Bolivia, es desértico, extremadamente árido. El desierto de Atacama, el más seco del mundo, conforma esta región. Sus pobladores originales pertenecen a los pueblos andinos, son descendientes de los Atacameños, nación tributaria del imperio Inca, que era la potencia de la zona cuando llegaron los españoles.

El centro del país es de clima suave, surcado por ríos revoltosos que se alimentan en la cordillera de los Andes. Discurren por valles fértiles, verdes, cuajados de frutales y viñas. Es ésta una zona que alimenta con prodigalidad a los chilenos. Tierras ricas y fértiles. Además, abundan los bosques de árboles milenarios, maravillosos lagos de origen glaciar y volcanes nevados. La arquitectura típica de la zona nos hace pensar que estamos en los Alpes, pues muchos de los habitantes de la zona son descendientes de emigrantes centroeuropeos.

El sur del país es el reino del viento enloquecedor y los espacios infinitos. Estamos en la Patagonia, la última frontera, el último territorio virgen. Viajar por la Patagonia nos hace sentirnos inmensamente solos, inmensamente pequeños, inmensamente agradecidos....

Ya antes de entrar en materia quiero recordar que Chile además vive no sólo de espaldas a la majestuosa cordillera de los Andes. También vive de cara al Pacífico, que es otra enorme fuente de riqueza para el país. Pescados y mariscos son deliciosos, sus pesquerías se cuentan entre las más ricas del mundo y ya es el segundo productor del mundo de salmón de granja, puesto que fiordos proporcionan las condiciones ideales para la producción.

Bien, comencemos.

 

 

1.- El norte: Atacama.

 

El norte del país está enteramente ocupado por el desierto de Atacama. De él se dice que es el más seco del mundo, y puedo dar fe de que es realmente seco. Es Atacama una enorme extensión de terreno, rica en cobre y otros minerales. Territorio arrebatado por Chile a Perú y Bolivia en la llamada guerra de la sal, precisamente porque sus inagotables reservas del preciado mineral acabó en disputa por la explotación de tan jugosos beneficios dinerarios.

El clima es extremo: mucho calor durante el día, la temperatura se desploma por la noche. La altitud impide que el calor sea mayor aún durante el día pero hace que refresque mucho por la noche.

El agua es un bien especialmente escaso en Atacama, por lo cual sus habitantes son especialmente diestros en su aprovechamiento y en el uso racional del recurso.

El desierto propiamente se localiza a más de 2000 metros de altitud, entre la cordillera de los Andes y la cordillera Central. Abarca una enorme meseta, que en otra era geológica fue el lecho de un mar. El color pardo, arcilloso lo domina todo y aparentemente, visto a lo lejos, todo parece igual. Y nada más lejos de la realidad. El desierto esconde paisajes singulares, valles lunares, lagunas imposibles y oasis de vida.

San Pedro de Atacama es la capital espiritual de éste territorio. Excelente lugar para utilizar como base para conocer el desierto. Es un pueblo indígena de calles rectas de tierra y construcciones de planta baja, hechas de adobe y encaladas de modo que con el sol en su cenit el blanco resulta cegador. Recomiendo darse un paseo por el pueblo, que aunque está literalmente volcado en el turismo, no ha perdido ni un ápice de su encanto. Además se supone que su aspecto no habrá variado mucho desde la llegada de los españoles hace cuatrocientos años. Merece la pena hacer una visita al cementerio local, orientado al volcán Licáncabur, un gigante de más de 6000 metros de altitud. Las tumbas de adobe, agrietadas, dejan entrever los cadáveres, momificados por el calor y la ausencia de humedad, de sus ocupantes. Sencillas cruces de madera señalan las tumbas, otras parecen túmulos al modo árabe... La iglesia es un ejemplo de estilo misionero, es decir, de la época en que los curas llegaban a evangelizar al indio. No me resistí a fotografiar al perro que merodeaba por dentro de la iglesia buscando quien sabe qué. Otra de las cosas que llama la atención es la curiosa mezcla de habitantes: una mayoría de indios andinos, desconfiados, resentidos contra los europeos, una pléyade de viajeros de todo el mundo y una buena cantidad de personajes de vida alternativa, saltimbanquis, porreros, más propios del Albahicín granaíno que del desierto chileno.

Desde Atacama una de las excursiones más recomendables es la del Valle de la Luna. La mejor hora para ir es a media tarde, antes de la puesta de sol. Dar un paseo por sus dunas de arena, meterse en el bolsillo algunos pedazos de sal cristalizada, admirar las curiosas formaciones rocosas que el viento implacable de la cordillera y miles de años de erosión han tallado y por último subir caminando a uno de los acantilados escarpados que flanquean el valle, observar cómo la sal depositada en el fondo del valle parece nieve desde la distancia y preparase para disfrutar de una de las más hermosas puestas de sol que yo haya visto. Con el sol a la espalda, presto a ocultarse, debemos mirar hacia la cordillera de los Andes y comprobaremos con asombro cómo los cerros y volcanes van cambiando de tonalidad según el sol se va ocultando, inigualable juego de sombras y tonalidades que subyugan y enamoran para siempre al que las contempla.

La belleza arisca del desierto me sorprendió, quizá por el contraste que supone respecto de lo que conozco, quizá porque aún me sorprende que la gente viva, sobreviva, en un lugar tan hostil.

El lugar que más me sorprendió de Atacama fueron los geiser del Tatío. El desplazamiento hasta allí desde San Pedro en agotador: levantarse a las cuatro de la mañana, avanzar en todo terreno por una pista pedregosa y llena de baches durante casi cuatro horas, salvar un desnivel de casi dos mil metros, hasta los cuatro mil doscientos, soportar a duras penas el mal de altura, el frío aterrador y la escasez de oxígeno. Pero vale la pena. El espectáculo allá arriba es de los que no tienen parangón.

Con precisión suiza, los geiser, desde que sale el sol y durante unas tres horas, comienzan a escupir vapor de agua, mientras borbotea el agua hirviente. Decenas de agujeros en la tierra se imitan los unos a los otros. En otros lugares, conos de la altura de una persona, escupen agua hirviendo como si fueran un volcán en miniatura. Es un paisaje surrealista, parece que estés en Marte. Sin que termine de comprender el espectáculo, tal y como empezó, termina hasta el día siguiente a la misma hora, como si un dios juguetón abriese y cerrase la espita del agua a su capricho. Termino la jornada dándome un baño en una piscina natural de aguas termales allí mismo, la temperatura del agua se acerca a los cuarenta grados, la exterior apenas sube de cero, el contraste me reconforta.

De regreso a San Pedro, luchando contra el mareo debido a lo tenue del aire que respiramos, tenemos la ocasión de ver un grupo de vizcachas, ese extraño roedor andino con pinta de conejo y cola de ardilla. No sé quien mira a quien, si ellas, somnolientas y relajadas, calentándose al sol o nosotros, que disfrutamos el raro privilegio de ver a ese animal tan tímido y desconfiado.

De los muchos lugares que esconde Atacama sólo tuve tiempo de conocer otros dos lugares. El primero de ellos es un pueblecito mucho más pequeño que San Pedro, Toconao, encantador, enteramente indígena. Allí unos indios nos dejaron ver y acariciar una cría de llama, después de comprarles unas prendas de lana de alpaca. Me llenó de ternura sentir cómo la llamita buscaba mi mano para que la acariciase y cómo protestó disgustada con una especie de balido cuando dejé de hacerlo. En Toconao también me llamó mucho la atención una cisterna en la que por lo visto almacenan el agua procedente de no se sabe dónde. Dicha cisterna estaba construida aprovechando una especie de gruta natural.

El otro lugar que me queda por describir es seguramente el paisaje más extraño que jamás haya visitado. Se trata del Salar de Atacama. Para empezar es absolutamente imprescindible visitarlo con gafas de sol, ya que el reflejo de la luz solar contra la costra de sal cristalizada además de insoportable es peligroso puesto que puede dañarse la vista. Describir el salar es realmente difícil. Imaginad una extensión de muchos kilómetros cuadrados. Imaginad una especie de costra de esquinas afiladas, rugosa como un papel de lija aumentado miles de veces y con unos setenta u ochenta centímetros de espesor. Imaginad que si agujereáis la costra debajo hay agua, un lago. Pues eso es lo mejor que puedo intentar definirlo. Este tampoco parece un paisaje de la tierra. Ningún animal sería capaz de caminar por encima del salar sin destrozarse en pocos metros las patas, es por ello que en la laguna salobre que se halla en el centro del salar crían los flamencos, ya que sus depredadores naturales son incapaces de llegar hasta allá. Me parece imposible que algún animal pueda sobrevivir en un lugar tan extremo, tan inhóspito, tan hostil. Y el caso es que no sólo los flamencos rosas prosperan, también los crustáceos que les sirven de alimento y algunos lagartos que probablemente viven del aire.

Pues esto es Atacama: paisajes lunares, indios inexpresivos, perros pulgosos, calor, soledad inmensa, belleza inabarcable y luz cegadora.

 

 

2 - El centro del país: la región de los lagos

 

Dejo para más adelante una breve referencia a la capital, Santiago de Chile y paso a centrarme en la región central del Chile. Por si aún no ha quedado claro, Chile es tan grande y tan diverso que recorrerlo y conocerlo en profundidad llevaría años recorriéndolo y saboreándolo, así que lo que yo conocí no es más que un pequeño apunte.

La impresión general que me produjo fue estar en un país verde, de bosques frondosos y rico en agua, ya en forma de ríos ya en forma de lagos. El suelo, negro, de origen volcánico, como atestiguan los volcanes que salpican todo el territorio.

Muchas de las gentes que habitan la zona son de origen centroeuropeo. De hecho una de las cosas que más me sorprendió fue el tipo de arquitectura, en madera y que recuerda a las casas alpinas. La sensación era de encontrarse en Suiza en lugar de en Chile.

La ciudad en la que nos alojamos, Puerto Varas, es en realidad una pequeña localidad a orillas del lago Llanquihue. La vista desde la habitación del hotel es idílica: el lago y al fondo, recortado contra el horizonte y con la luna iluminándolo, el volcán Osorno.

Desde Puerto Varas nos acercamos al Parque Nacional Vicente Pérez Rosales. El parque se extiende entre bosques frondosos con el volcán Osorno presidiendo todo. El lago Llanquihue, alimentado por ríos procedentes del deshielo de la cordillera, de la que forma parte el volcán, es uno más de los muchos lagos que se diseminan por la zona, dando nombre a la región.

Uno de los ríos, el Petrohué, desciende alimentado por las nieves perpetuas del volcán Osorno, impetuoso, rugiente, formando espectaculares saltos y rápidos vertiginosos, aprovechando una colada de lava que le sirve de lecho y por la que se desliza como si fuese una autopista. De cuando en cuando se remansa, dejando ver unas aguas de un bellísimo color verde esmeralda, cortesía de los minerales dejados por las erupciones volcánicas.

Ascendemos una parte del volcán, para admirar las vistas del parque, del lago Llanquihue y un poco más allá del lago de Todos los Santos, que sirve como paso natural para entrar en Argentina. De fondo la cordillera, salpicada de cumbres nevadas.

Para el recuerdo me queda la enorme variedad de árboles y de pájaros, especialmente colibríes y pájaros carpinteros, que nos permitieron observarlos en su quehacer cotidiano, las orillas de arena negra de los lagos y las aguas esmeraldas de los ríos.

Ya de vuelta a Puerto Varas, decidimos bajarnos en Puerto Montt, para darnos un paseo. Es otra pequeña ciudad pesquera, al abrigo de un pequeño fiordo y cercana a nuestra base. En ella destacaba un mercadillo indígena de artesanía mapuche, pues el resto está bastante destartalado, aunque no deja de tener su encanto.

Nuestro último día lo dedicamos a recorrer la isla de Chiloé. Feudo mapuche, orgullosos de su origen. Los conquistadores españoles la llamaron Nueva Galicia, pues su geografía es intrincada, suave, verde y fértil. Se conserva el fuerte en el que se izó por última vez la bandera española antes de que Chile se independizase de la metrópoli. Lo que caracteriza Chiloé es su arquitectura y en concreto los palafitos. Casas construidas sobre pilotes enterrados en zonas intermareales, de modo que cuando sube la marea, las casas parecen flotar. Sus pueblos son como pequeñas Venecias de casas pintadas cada una de un color, ciertamente llamativas. También nos llamó la atención alguna iglesia construida íntegramente en chapa, como si fueran chabolas.

Decir también de la isla, que es la segunda más grande de Sudamérica, después de Tierra del Fuego. También que obviamente está bañada por el Pacífico. Sus costas son accidentadas y hermosas, llenas de vida, una increíble diversidad de aves marinas habitan allí.

Otra curiosa similitud con Galicia: abundancia de vacas y de pesca y de mariscos. También su tradicional aislamiento: está unida al continente sólo por medio de ferry.

Obviamente la región de los lagos es mucho más grande de lo que nosotros visitamos. La conforman cientos de ríos, lagos y fiordos y decenas de volcanes y parques nacionales. Es una región, además de bella, rica en recursos y fértil, por su origen volcánico y la abundancia de agua. De fondo siempre el telón de la cordillera y la frontera argentina a un paso.

 

 

 

3- La Patagonia.

 

Es sin duda una de las regiones más espectaculares del mundo. Ningún otro paisaje que yo haya conocido me ha sobrecogido de la misma manera. Verdaderamente es una de las últimas fronteras que te hace sentir que te encuentras en el fin del mundo.

En la Patagonia todo es superlativo. Las distancias son inmensas, las montañas altísimas, las nieves eternas, la soledad absoluta.

El viento sopla incansablemente, penetrando en tu cabeza, colándose entre tus ropas y congelándote. Pero vamos a intentar ir poco a poco.

La Patagonia es un territorio inmenso que se reparten Chile y Argentina. Su clima es extremo. Veranos cortos y suaves, Inviernos largos y durísimos. Viento inclemente, frío extremo y toneladas de nieve, lluvia y niebla protagonizan la estación invernal. La costa la conforma un laberinto de fiordos, canales y pequeñas islas que se desgajan del continente, en el interior los protagonistas son la pampa, las montañas y los lagos y glaciares. Por la dureza de su clima está muy poco poblada. Gran parte de su población es de origen yugoeslavo, emigrados escapando de la Primera Guerra Mundial. Resultan muy características en la Patagonia las denominadas Estancias, que no son otra cosa que inmensas granjas que ocupan miles de hectáreas de pampa y que se dedican a la cría extensiva de ganadería, especialmente oveja. Antaño ricas por el valor de la lana, hoy sobreviven apenas, por la depreciación de la misma. En todo caso merece la pena saborear el delicioso cordero patagónico.

Comencemos. Aterrizamos en la Patagonia en Punta Arenas, la ciudad más importante y más poblada de la región. Se levanta a orillas del estrecho de Magallanes. Frente a ella, la mítica Tierra del Fuego. Es una ciudad con encanto, abundantes muestras de arquitectura de varias épocas que atestiguan la prosperidad pretérita que permitió levantar muchos edificios notables. Destaca el palacio-museo de Ana Braun. Es muy curiosa la visita al cementerio. Desde Punta Arenas, nos desplazamos quinientos quilómetros hacia el norte, en un viaje de casi seis horas, atravesando un paisaje desolado de pampa. No atravesamos ni un solo pueblo en todo el trayecto, de cuando en cuando alguna casa aislada, testimonio de la existencia de una estancia. El paisaje es monótono: una inmensa sucesión de suaves colinas y llanuras, hierba, algunos matorrales y de cuando en cuando algún árbol que crece retorcido por la acción del viento.

Llegamos a Puerto Natales, un pueblo pequeño a orillas del fiordo Ultima Esperanza. Empinadas montañas cubiertas de nieve flanquean el fiordo, lo que nos permite disfrutar un paisaje realmente hermoso.

Desde Puerto Natales nos desplazamos al que dicen es el parque más bonito de toda la Patagonia: el Parque Nacional Torres del Paine. El acceso al mismo no es fácil, más de dos horas en todo terreno por una pista de tierra. Antes de entrar, visitamos una curiosidad, la cueva del Milodón. Es célebre porque en ella se halló la piel y los huesos de un milodón, una suerte de oso prehistórico ya extinguido. La cueva es además una curiosidad geológica, ya que se formó por acción de un glaciar, que literalmente le pegó una cuchillada a una colina, formando la cueva que parece una herida por arma blanca a enorme escala, puesto que es una hendidura mucho más ancha que alta y que se va estrechando y achatando hacia el fondo, siguiendo la forma de un triángulo, como una punta de flecha.

Entramos en el parque y la naturaleza decide ser generosa con nosotros: las nubes eternas que como un penacho normalmente ocultan la vista de las cumbres de las Torres, se escapan, barridas por el viento, permitiéndonos contemplar el macizo montañoso en toda su magnitud. Comprendemos de inmediato el por qué de su nombre: su forma recuerda a unos rascacielos o a los cuernos que sobresalen de una cabeza.

Durante la visita rodeamos casi completamente el inmenso macizo que se levanta por encima de los tres mil metros de altitud. Infinidad de lagos jalonan el parque, cada uno de un color, ya que son diferentes los minerales de sus lechos y por tanto las tonalidades varían mucho de unos a otros. Todos los lagos tienen origen glaciar. Algunos de ellos aún están directamente alimentados por glaciares. El más grande de ellos, el lago Grey, se alimenta del glaciar del mismo nombre. Caminar por una playa del lago, inclementemente azotada por el viento que empujaba enormes trozos de un hielo azulado, desgajados de la lengua del glaciar, enfrente de la playa, resultó una experiencia inigualable. Los pequeños icebergs, del tamaño de una gran motora, acababan varando en la playa. Desde allí también podíamos ver cómo la lengua del glaciar bajaba serpenteando por la montaña, hasta morir en el lago.

Otro de los espectáculos del parque son sus saltos de agua. Muchos de los lagos están unidos entre sí. Los pequeños ríos que los unen a veces forman espectaculares saltos y cataratas que rugen como pequeños Niágaras. Alguno de los lagos es tan grande que incluso tienen islas.

Nos cansamos de ver guanacos, que huían despavoridos si te acercabas más de la cuenta a ellos. También vimos muchos cóndores andinos sobrevolando nuestras cabezas sorprendentemente cerca. Incluso un zorro me dejó acercarme a él a menos de medio metro, siguió tomando el sol acostado ignorándome.

Y de fondo, majestuosas, las Torres. Me gustaría describirlas un poco. Son producto de un hecho geológico bastante curioso. Se puede ver perfectamente que predominan dos colores: el claro de las bases y el oscuro de las cumbres, que denotan su diferente origen: las cumbres son de origen volcánico, mientras las bases sobre las que se asientan, mucho más antiguas, son graníticas. Lo que ocurrió fue simplemente que el choque de las placas tectónicas que formó la cordillera de los Andes, hizo que la capa de roca volcánica, más moderna, se elevara y la base granítica sobre la que se asentaba, quedase al descubierto, al formar la montaña, produciendo un macizo a tres colores: claro del granito, negro de la roca volcánica y blanco de la nieve.

Aunque resulta caro, es muy aconsejable dormir al menos una noche en el interior del Parque, en alguna de las lujosas hosterías que alberga. Sentirte como un explorador, disfrutar la puesta de sol en medio de la naturaleza, sin televisión, con luz eléctrica sólo hasta las once y con un servicio cinco estrellas.

Al día siguiente disfrutamos de una larga y dura excursión de ocho horas a pie hasta la base de las Torres. Ascendimos casi mil metros, primero a través de un encajonadísimo valle que se adentra hasta el corazón del macizo. El fondo del valle lo recorre un pequeño pero impetuoso río, alimentado por innumerables torrentes de aguas puras y frescas que nos proporcionaron alivio a nuestra sed, ya que bajan directamente de las nieves eternas y los glaciares del macizo. También resultó llamativo que aunque en el paisaje que rodea al macizo predomina una vegetación básicamente de arbusto y matorral, en el valle se levantaba un hermoso y denso bosque.

Atravesamos el bosque siempre ascendiendo, alcanzando la altura en la que ya no crecen los árboles, hasta llegar a una barrena, por la que trepamos hasta la misma base de las torres, contemplándolas de forma que casi parecía que podíamos tocarlas con la punta de los dedos. A poco más de un kilómetro, separados por un lago de nosotros, se alzaban las paredes verticales de las torres y nosotros nos sentíamos en un lugar reservado a los dioses.

Nos despedimos del Parque Nacional, que guarda mil y una excursiones como la que nosotros disfrutamos. Con pena en el corazón pero también con la convicción de que algún día volveremos, nos despedimos de las Torres, que parece que saben que nos vamos, ya que nos dejar contemplarlas por última vez antes de que las nubes tapen de nuevo sus cumbres.

Otra experiencia embriagadora, la navegación por un fiordo. Tomamos el barco en Puerto Natales poniendo rumbo hacia el nacimiento del fiordo. En todo momento las paredes por las que se encajona parecen casi verticales. Por todas partes pequeñas y a veces no tan pequeñas cataratas vierten sus aguas al fiordo. Unos leones marinos, descansando sobre unas piedras, parecen amenazarnos con sus rugidos cuando el barco se acerca. Cuanto más nos adentramos en el fiordo, más altas son las montañas que nos rodean. Comenzamos a ver glaciares, con sus lenguas tocando el mar. Llegamos hasta una lengua de tierra en la que desembarcamos. Después de una breve caminata por un sendero estrecho abierto a través de un espesísimo bosque, llegamos a una pequeña ensenada en la que muere la lengua de un glaciar. Enormes trozos de hielo se desprenden y flotan en el mar. Caminamos hasta la misma lengua del glaciar, podemos incluso tocarla. Por encima de nuestras cabezas escuchamos el ruido que producen pequeños aludes de nieve en lo alto de la montaña. Del otro lado de la ensenada, hay un inmenso bosque desplegado entre valles y montañas, otro de los innumerables parques naturales de la Patagonia, dicen que está casi inexplorado. Es uno de los paisajes más bonitos que he visto en mi vida.

El periplo marinero remata con un güisqui enfriado con hielo de glaciar.

Nos despedimos de la Patagonia contemplando el paisaje desde el avión y jurándonos que tenemos que volver.

 

 

 

4- Santiago de Chile

 

La capital es una gran ciudad. No llega a ser una de las megalópolis americanas que conocemos pero sin duda es enorme y está superpoblada. En general, en comparación con lo que ofrece Chile, no tiene demasiado interés. Su centro histórico se dispone en forma de damero, presidido por una gran plaza central en la que en su día tenían su sede todas las instituciones coloniales: catedral, poder religioso, gobernación, palacio de justicia, etc.

En el centro quedan bastantes ejemplos de arquitectura colonial. Sorprende la enorme cantidad de gente que pasea por sus calles, sus mercadillos, sus galerías comerciales. Se puede visitar el Palacio de la Moneda.

También está emergiendo el centro moderno de la ciudad, con espectaculares edificios, sedes de empresas y de oficinas, modernos restaurantes y bares de copas y todas las grandes tiendas de las cadenas internacionales.

Desde los cerros que han quedado integrados en la ciudad y que ahora se han convertido en parques, se disfrutan bonitas vistas de la ciudad y si no fuese por la contaminación, se vería el fondo de la ciudad dibujado por la cordillera andina, casi siempre nevada.

Sí hay dos lugares de Santiago, que por su encanto, me gustaría recomendar: el primero, el mercado central. Lo singular se contempla desde dentro por dos motivos, el contenido y el continente. El contenido porque es proverbial la riqueza de los pescados y mariscos chilenos y disfrutarlos en sus puestos es una experiencia para los sentidos, el continente porque por dentro es un edificio con una espectacular cubierta metálica, al estilo Gustave Eiffel. Recomiendo vivamente comer en alguno de los restaurantes del mercado, especialmente en Dónde Augusto (nada que ver con Pinochet). Por supuesto pescado y marisco. El segundo lugar con encanto de Santiago que recomiendo es la visita a La Chascona. Es una de las casas de Pablo Neruda, la adquirió para una de sus amantes, la Chascona. Es una visita preciosa que dice mucho de la personalidad de Neruda. Dar un paseo por el barrio en las faldas del cerro en el que se encuentra la casa nerudiana también es muy recomendable, ya que está lleno de preciosas casas y villas, todas diferentes y originales.

 

 

5 - Y ya por último.

 

Muchos son los lugares de Chile que se pueden visitar y que merece la pena hacerlo. Los que yo he comentado son quizá los más llamativos. De todos modos me arrepentiré toda la vida de no haber ido a la isla de Pascua, si vas a Chile, no te la pierdas. Y si tienes algo de tiempo libre por no estar muy apretado de tiempo, desde Santiago recomiendan una excursión al cajón del Maipú y otra a Valparaíso y a la otra famosa casa de Neruda: Isla Negra.

Desde la Patagonia, pasar a Argentina y visitar el glaciar Perito Moreno, son unas cuatro horas en coche, más los trámites de aduana.

 

Los chilenos: en general extremadamente amables, suaves y sencillos en el trato, calmosos, educados, muy lejos de sus exuberantes vecinos argentinos, tanto en continencia verbal como gestual y desde luego en el tono de voz.

 

La comida. Si engordas en Chile, es que el viaje ha entrado dentro de lo razonable. La comida es excelente simplemente porque la materia prima es extraordinaria. Gran variedad de pescados y mariscos, excelentemente preparados, frescos, provenientes de sus riquísimas pesquerías. La carne, mejor aún, si cabe, la pampa produce un vacuno inmejorable y un cordero muy bueno. Además todo se riega con excelentes vinos, ya que el clima del valle central de Chile es perfecto para la producción vitivinícola. Destacan las variedades Merlot, Syrah y Cavernet-Sauvignon, aunque también produce buenos blancos. Su tierra fértil y rica produce ubérrimas cosechas de frutas y verduras, así que las buenas guarniciones y postres están garantizados. Son típicas las empanadas, que no se parecen demasiado a las nuestras. Y nada más.

 

 


2 comentarios

eliana y stefania -

No nos agrada en nada qe hablen maal de nuestro pais..Estamos orgullosas de ser argentinas ya qe las mujeres argentinas son las mas lindas y ademas a es pais qe tanto halagas es un flor de chorro,le robo territorio a peru y anda a saber cuantos mas por ahii!
Besiitos =)

Estefanía Gomes -

Lindo el reportaje sobre mi bella tierra. Ahora lo linkeo para el paisanaje de Punta Arenas.